LA GESTIÓN POLÍTICA DE LA DEFENSA NACIONAL EN BOLIVIA

Juan Ramón Quintana Taborga
Agosto 2005


I. Introducción

Durante los últimos años, los asuntos sobre la seguridad en general y la defensa en particular, han adquirido mayor importancia en los países de la región en consonancia con el fortalecimiento de las democracias, el desarrollo de procesos de integración regional y la necesidad de producir mayor capacidad de coordinación estatal y transfronteriza para enfrentar la expansión de los nuevos factores de amenaza. Varios países del hemisferio están comprometidos con la reelaboración de sus políticas de defensa que incluye la modernización de sus estructuras, organización, doctrinas y equipamiento militar. Los libros blancos, la institucionalización de ministerios de defensa, el involucramiento cada vez mayor de funcionarios civiles en el estudio y la planificación de políticas así como la construcción de comunidades académicas, son signos de un progreso notable. En la mayoría de los casos, los enfoques de las políticas exteriores están tendiendo a otorgar proyección y sustento cooperativo a la defensa nacional así como una mayor transparencia, control y fiscalización del gasto público militar.

Bolivia es uno de los países de América Latina que menor desarrollo institucional ha alcanzado en materia de seguridad y defensa a pesar de su prolongado proceso democrático, actualmente en profunda crisis. La reinstalación del orden constitucional no creó condiciones necesarias para generar incentivos y mejorar su inserción en el panorama estratégico regional. Una diplomacia débil de algún modo se corresponde con un país en crisis. De hecho, Bolivia es hoy un factor de inquietud y preocupación para el hemisferio. En muy pocos años, pasó a ser una fuente de inestabilidad regional –cuatro presidentes en cinco años y tres sucesiones constitucionales– cuyo rendimiento institucional se ha deteriorado al límite de su funcionamiento. Después de mostrarse como un modelo exitoso de transición y consolidación democrática que discurrió de la mano del Consenso de Washington, apoyado en un régimen político de pactos y en una economía abierta, actualmente el país se debate entre la continuidad riesgosa de un ciclo de turbulencia social y la posibilidad de forjar un nuevo pacto social que permita construir un orden institucional más inclusivo, multicultural, equitativo y democrático. Si bien es cierto que el país enfrenta un momento de enorme incertidumbre, al mismo tiempo existen condiciones plausibles e inéditas para construir colectivamente la nación con una mirada de futuro. El campo de la seguridad y defensa debieran formar parte de éste proceso refundacional.

Este texto, ofrece una breve descripción del grado de desarrollo de la institucionalidad de la defensa nacional en Bolivia e identifica aquellas áreas que requieren cambios sustantivos. Por cierto, la definición de una política de defensa requiere, ahora más que nunca, una enorme capacidad para interpretar los riesgos y amenazas que se ciernen sobre los escenarios globales, hemisféricos, regionales y vecinales con impacto nacional, pero al mismo tiempo exige identificar aquellos factores que inciden en la paz, la cooperación, la estabilidad y el equilibrio estratégico. Más allá de la reconstrucción de un proyecto democrático inclusivo, Bolivia debe dar un salto fundamental en el manejo público y sostenible de su agenda de seguridad y defensa para revertir el tiempo perdido.


II. La gestión política de seguridad en democracia

Más que un promotor activo de la paz y la cooperación regional, el país se ha caracterizado mas bien por preservar un perfil estratégico difuso que obedece esencialmente al débil desarrollo de su política de defensa y política exterior. En los últimos años, las iniciativas de cooperación regional y vecinal no tuvieron el efecto deseado en Bolivia y tampoco lograron estimular cambios en la gestión pública de ambos sectores. Los mayores esfuerzos efectuados en la seguridad fueron mas bien de alcance doméstico, provocando en algunos casos efectos regresivos. La alta prioridad otorgada a la seguridad interna y a la resolución de la conflictividad social por vía militar y policial, contrajo las oportunidades de promover procesos de institucionalización.

El país vive una doble paradoja en relación a la agenda de seguridad. En primer lugar, la democracia no fue lo suficientemente consistente como para cancelar el largo pasado autoritario y reconstruir sus instituciones. Por el contrario, la crisis de legitimidad de la autoridad pública y su limitada competencia para resolver pacífica y concertadamente la conflictividad interna ha tendido a incrementar, a través del uso discrecional y continuo de la fuerza pública, márgenes de veto político del aparato militar en un contexto de grave declive de las instituciones públicas. En segundo lugar, la vulnerabilidad e indefensión que ofrece el país tampoco ha sido compensado con estrategias de cooperación y confianza mutua, capaces de reducir sus umbrales de amenaza e incertidumbre, tanto en plano externo como público. Se continua sosteniendo instituciones de seguridad cuyos objetivos, funciones, organización y soportes doctrinarios tienen muy poco que ver con las complejas realidades que debe enfrentar un Estado democrático y cada vez menos soberano, acosado por múltiples presiones globales.

No cabe duda que Bolivia requiere enmendar no sólo sus inercias y crónica debilidad institucional en la gestión pública de la seguridad, sino también reconstituir, más allá de las visiones autovictimizantes, capacidad de inserción, opciones de cooperación y señales de confianza internacional, mucho más, cuando el Estado enfrenta amenazas desde arriba y desde afuera pero también desde adentro y desde abajo. Esta doble dimensión del riesgo estatal exige trabajar la seguridad con enfoque de política interdoméstica atendiendo a una geografía nacional porosa, institucionalidad estatal débil y liderazgo político sustentado en lógicas patrimoniales de poder. En realidad, la política boliviana ha prescindido de los recursos que la democracia ofrece para rediseñar una nueva arquitectura e institucionalidad en éste campo. Por ello su potencial geoestratégico, económico y energético más que una oportunidad para su desarrollo tiende a ser una amenaza par su propia estabilidad interna.

Bolivia aún no ha modificado su diseño estratégico a pesar del fin de la guerra fría. La distribución territorial de la fuerza armada continua siendo la misma y la doctrina de la defensa nacional se mantiene invariable desde la década de los 60. Todo esto, a pesar del proceso de descentralización política, reestructuración de poderes locales y un nuevo ciclo de relaciones de cooperación vecinal. Tampoco se han registrado cambios importantes en su estructura y organización y no se tiene previsto efectuar reformas. En contrapartida, la Política Exterior trata de responder, aunque con grandes deficiencias, a los procesos de integración regional, a nuevos compromisos políticos e institucionales y a la creciente responsabilidad en materia de paz y estabilidad internacional.

Las consecuencias del divorcio entre política exterior y política de defensa se traduce en una virtual indefensión e insularidad estatal en el ámbito internacional. La relación entre ambos sectores no pasan del plano de la formalidad. El país requiere construir capacidad institucional para el manejo de estas dos dimensiones de la política pública.


III. Política de defensa e instrumentos normativos

Si se entiende la Política de Defensa como una herramienta estratégica para forjar el funcionamiento de un orden institucional sostenible, con capacidad para promover el cumplimiento de metas y transformar condiciones adversas que impiden su cumplimiento, debemos reconocer que en Bolivia dicha política sigue siendo una lejana aspiración. Si bien es necesario considerar limitaciones económicas que afectan en los pobres resultados de la administración, los de naturaleza mas bien política, como el clientelelismo, los agudizan(1). Ciertamente, una suma compleja de factores, -estructurales y contemporáneos- impidieron que el país accediera a dicho instrumento. Las debilidades intrínsecas –caudillismo burocrático, inspiración fundacional, corrupción, redes prebendales, lógica patrimonial etc- que caracterizan la administración pública heredadas desde la colonia, normalmente conspiraron contra la posibilidad de establecer una adecuada normalidad en el funcionamiento de la burocracia estatal. Interferencias de carácter instrumental en la política interna desvían el objetivo para el cual fueron creadas determinadas instituciones que normalmente están subordinadas a razonamientos de medios más que de fines. Por otra parte, dicha lógica normalmente está preñada de visiones patrimoniales que desdeñan el interés público y la preservación de bienes colectivos. Asó pues, la carencia de una política de defensa en Bolivia refleja un fenómeno más general que tiene que ver con falta de una cultura de adhesión a la sostenibilidad y búsqueda de eficiencia en la gestión pública. Por ello, no es extraño que en estos 23 años de democracia ininterrumpida, la más larga de la que tiene memoria el país, no exista la necesaria voluntad política para corregir deficiencias republicanas.

Por otra parte, confusiones en la responsabilidad, diseño y liderazgo de la gestión política de la defensa afectan su desarrollo. Una de ellas tiene que ver con el hecho de creer que los militares son los únicos que tienen las herramientas adecuadas, conocimiento suficiente y las facultades inherentes, y por lo mismo, están compelidos a trabajar casi monopólicamente en éste campo específico. Desde esta perspectiva, se confunde la gestión de la política de defensa con la política militar pero al mismo tiempo las facultades del gobierno con la especificidad profesional. Convendrá señalar que ningún argumento priva a los militares de involucrarse en el diseño o planificación de la defensa. Sin embargo, para que ello ocurra eficientemente, las autoridades civiles deben determinar su margen de involucramiento así como la determinación de responsabilidades. De lo contrario, implica abdicación de su función constitucional.

Es ésta precisamente una segunda limitación, la renuncia de las autoridades civiles al ejercicio pleno de sus facultades cuya transferencia de responsabilidades a lo largo del tiempo ha normalizado el monopolio militar sobre la gestión pública de la defensa. En este sentido, el nombramiento de autoridades civiles en el Ministerio de Defensa opera como una simple formalidad protocolar, lo que equivale al predominio de las formas sobre la realidad. Al respecto, más de dos tercios del personal del Ministerio de Defensa Nacional son funcionarios militares y aunque nada prueba que la rutina militar impida llevar a cabo un creativo impulso en aras de la modernización y rendimiento de funciones burocráticas, lo cierto es que gran parte de las inercias provienen de su secante jerarquización. La adaptación militar a procesos de modernización estatal en períodos democráticos carece de liderazgo político eficaz y por ello mismo la jerarquización y rutina suplen estas deficiencias.

Una tercera limitación tiene que ver con una lógica militar endogámica vinculada a su control casi exclusivo de la gestión de la defensa cuya consecuencia directa es la exclusión explícita de funcionarios civiles, sobre los cuales recae el peso de la desconfianza. Nada más irregular e insostenible para una sociedad que se pretende democrática que divorciar, de manera autoritaria y prejuiciosa, civiles y militares en un campo que por definición produce bienes públicos. La burocracia militar instalada centenariamente en el ministerio de defensa, presume que profesionales civiles no son aptos para administrar, liderar y asumir responsabilidades del sector debido no sólo a prejuicios actualmente infundados sino también a un defecto aparentemente congénito: no estarían formados en ningún instituto militar y por lo mismo carecerían de valores inherentes.

Las limitaciones señaladas de algún modo tienen su origen en la falta de un mandato específico que debiera inscribirse en la carta fundamental. Y es que la Constitución Política del Estado en Bolivia no prevé ningún capítulo dedicado a la Política de Defensa que explicite capacidades y facultades de gobierno que sustenten su administración en tanto bien público y política de estado. Por el contrario, hace abstracción y prescinde de esta formulación para pasar únicamente a definir, bajo contornos difusos, la naturaleza y misión de las fuerzas armadas. En este sentido, continúan dominando las inercias históricas toda vez que la misión de la fuerza militar se expande hacia límites imprecisos que le otorgan competencias supraestatales y en algunos casos refuerza la lógica de tutelaje social como en el siglo XIX.

No es pues casual que el sector de la defensa nacional no goce de instrumentos normativos modernos capaces de acompañar procesos de reforma institucional. En realidad, sólo dos normas presiden el funcionamiento de la Defensa Nacional y las fuerzas armadas: un decreto ley, titulado Ley del Servicio Nacional de Defensa, de agosto del año 1966, que regula exclusivamente el funcionamiento del servicio militar obligatorio y la Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas (LOFA) aprobado en diciembre de 1992. A casi 180 años de su fundación, el país no cuenta con una ley de defensa ni instrumento que regule positivamente el funcionamiento del sector. Las funciones generales del Ministerio de Defensa están reguladas por la Ley Orgánica del Poder Ejecutivo y las fuerzas armadas carecen de instrumentos modernos que responsan a la nueva economía jurídica internacional y a sus propias necesidades de regulación, convivencia y desarrollo institucional. En los últimos años se ha pretendido aprobar un proyecto de ley sobre Seguridad y Defensa, elaborado por el Consejo Supremo de la Defensa Nacional y una Ley de Control de Armas, ambos, sin consulta alguna con la sociedad.

Paradójicamente, Bolivia es uno de los países que lejos de contar con instrumentos jurídicos que ayuden a promover el desarrollo de la defensa nacional, ha suscrito un vasto conjunto de acuerdos, convenios y protocolos orientados a preservar la paz internacional, la seguridad, el desarme, desnuclearización y lucha contra el terrorismo. Fiel a su vocación pacifista contribuye con diversos contingentes de tropa y observadores militares en diversas misiones internacionales.


IV. Organización del sistema y liderazgo institucional

Instituciones de la defensa y liderazgo no siempre han coexistido armónicamente ni han respondido a las necesidades estratégicas del Estado boliviano. El país dispone de instituciones y responsables del sistema de defensa que desconoce la sociedad. El Presidente de la República constituye la máxima autoridad responsable del sistema de seguridad y defensa, con apoyo y asesoramiento del Consejo Supremo de Defensa Nacional, no obstante, éste mandato es sólo una formalidad, peor aún, ni siquiera se activa en situaciones de emergencia. De igual manera, a pesar de existir un Alto Mando Militar, compuesto por el Presidente de la República, Ministro de Defensa Nacional, Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, Jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas y Comandantes de Fuerza, en la práctica dicha estructura no opera con normalidad. Las fuerzas armadas de Bolivia están integradas por el Ejército, la Fuerza Aérea y la Fuerza Naval con un efectivo de soldados superior a los 30.000 hombres y un cuerpo profesional inferior a los 10.000. El reclutamiento de soldados se realiza dos veces por año, con personal que proviene principalmente del área rural y los oficiales y sargentos cuentan con una estructura educativa permanente responsable de su reclutamiento y profesionalización. Durante los últimos años, la institución militar ha experimentado un considerable retraso en sus aspiraciones de modernización que a su vez provoca un relajamiento del interés de la sociedad civil para optar por ésta profesión. Si bien es cierto que su adhesión al régimen democrático es ponderable las condiciones de su desempeño profesional son precarias. Desde fines de la década de los 70 el Estado boliviano no ha logrado renovar su arsenal pero al mismo tiempo ha privado a la institución militar de hacer adquisiciones para mejorar su desempeño profesional.

Uno de los obstáculos que frena la modernización del sector de la defensa en Bolivia tiene que ver con la voluntad política y la débil capacidad de conducción institucional. Por lo general las autoridades políticas asumen el espíritu de cuerpo de las Fuerzas Armadas pero dejan de lado sus aspiraciones de modernización. Si bien el Presidente de la República ejerce la autoridad suprema de la defensa nacional, en los hechos dicha autoridad sólo reduce sus competencias a la rutinaria definición del nombramiento de los altos mandos militares, además de la aprobación casi inercial de ascensos periódicos o destinos importantes. Pocas veces el Capitán General de las Fuerzas Armadas ha mostrado un interés real para producir mandatos estratégicos, impulsar procesos de cooperación, ejercer control de las instituciones del sector, evaluar su desempeño, o promover procesos de modernización institucional.

Las dos oportunidades en las que se intentó reorientar el funcionamiento de las Fuerzas Armadas (1992-2003), promovidas por ellas mismas, con aquiescencia pasiva del Presidente de la República, lamentablemente fracasaron. Ciertamente, la marginalidad del sector para el poder político tiene mucho que ver con la lógica partidaria y distributiva del cargo ministerial y sus devastadores efectos en su administración. Un indicador objetivo del desdén del poder político respecto a la defensa nacional se manifiesta en una crónica inestabilidad de sus titulares, tanto militares como civiles. En menos de 23 años de democracia el país contó con 20 ministros de defensa y 19 altos mandos militares. La visión que normalmente rodea al Poder Ejecutivo acerca de la función de la defensa y las fuerzas armadas tiene que ver con una lógica del pasado asociada al empleo militar en la seguridad interna, orden público o tareas vinculadas a competencias mas bien policiales.

El segundo nivel de responsabilidad y liderazgo se encuentra distribuido entre el Ministerio de Defensa Nacional y el Comando en Jefe de las Fuerzas Armadas. El primero posee funciones administrativas y de representación política y el segundo funciones mas bien técnico- operativas. La ambigüedad y duplicación de responsabilidades entre ambas autoridades ocasiona una suerte de bloqueo recíproco. En un tercer nivel de responsabilidad se encuentra la estructura militar propiamente dicha a la cabeza del Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, que tiene a su mando a los tres componentes militares, el terrestre, aéreo y naval. La falta de políticas institucionales o la definición patrimonial y recurrente de las mismas también afectan severamente el desarrollo de esta estructura. Más allá del cuestionable comportamiento militar traducido muchas veces en la violación de derechos humanos durante la sofocación de la conflictividad social, las Fuerzas Armadas mantuvieron un alto nivel de confianza pública que las coloca en promedio, durante la ultima década, en el cuarto lugar, por detrás de la Iglesia Católica, medios de comunicación y empresa privada. El trabajo de construcción y/o proyección favorable de su imagen está a cargo de la propia institución y muy al margen de la conducción política.

Los modestos cambios llevados a cabo en las Fuerzas Armadas en realidad han sido más un producto de su propia voluntad institucional que el resultado del liderazgo civil. Es notable el interés, la creación de instituciones y la capacitación del personal militar en relación a los derechos humanos. Esta materia ha sido objeto de transversalización en toda la estructura educativa al igual que otras políticas públicas como la de género, participación democrática y el enfoque multicultural. La inserción de mujeres a la carrera militar desde principios de la década de los 80 ha significado un cambio sustancial en su relación con la sociedad. Por primera vez, el año 2004, el Ejército asignó al mando de un regimiento de infantería a una oficial mujer. Últimamente está desarrollando un proyecto de inclusión indígena en los principales institutos de profesionalización, hecho inédito en su historia. Este hecho está provocando una profusa reflexión acerca del pasado y futuro de la institución militar.

El desempeño del Congreso en torno a la Defensa Nacional ofrece resultados poco alentadores. Su responsabilidad de fiscalización, control, evaluación e iniciativa parlamentaria se ha visto interferida y recortada recurrentemente por la férrea subordinación y disciplinamiento que ejerce el Poder Ejecutivo. Para el caso de la administración de la defensa nacional no existe independencia de poderes. En muchas oportunidades, legisladores oficialistas, generalmente a la cabeza de las Comisiones de Defensa del Senado y de la Cámara de Diputados, prefirieron eludir acciones de control y transparencia en aras de intereses partidarios. Este comportamiento reiterativo ha impedido conocer decenas de casos de corrupción y centenares de actos ilegales, transgresiones a la ley y hechos de violación de los derechos humanos cometidos por miembros de las fuerzas armadas. De algún modo, el silencio parlamentario sobre la ilegalidad de los actos militares produjo uno de los mayores déficits democráticos: la impunidad militar. Entre 1982 y el año 2002, fallecieron más de 150 soldados por diversos motivos sin que ninguno haya sido adecuadamente esclarecido en los tribunales, ni militares ni ordinarios.

Dadas las características de nuestra reciente democracia, el trabajo legislativo no posee el tradicional hábito de control y fiscalización sobre sus espacios de responsabilidad como ocurre con las democracias arraigadas en la legitimación ciudadana. Por ello, tampoco existe una memoria histórica legislativa que sirva como punto de apoyo para ejercitar de mejor manera éstas responsabilidad sensibles. Estas limitaciones de carácter histórico y hábito normativo resienten el fortalecimiento de la democracia y reducen la interacción constructiva entre militares, legisladores y sociedad(1).

La relación entre partidos políticos y fuerzas armadas es otro asunto delicado. En democracia, se espera que los partidos no solamente cuenten con una agenda militar orientada a promover y fortalecer el desempeño institucional en función de gobierno sino también a socializar y producir iniciativas en cuestiones de defensa. Contrariamente, en muchos casos se ha tendido a menospreciar la importancia de la problemática civil-militar. En otros, los partidos prefieren resolver los problemas mediante practicas informales. La incursión e influencia de los partidos en la institución militar es cada vez mayor debido a su crisis de representación, pérdida de prestigio y disminución de su poder público, además del potencial electoral que disponen las Fuerzas Armadas, por los derechos electorales ejercidos por el personal profesional, civil y militar y también por los soldados.

La resistencia de los partidos para impulsar reformas en la institución militar obedece al cálculo instrumental. Los partidos asumen que la reforma militar no genera beneficios políticos de magnitud. Por ello, en su relación con los militares impera una lógica utilitaria en la que priman intereses de corto plazo. En la mayoría de las elites partidarias existe la convicción de que las Fuerzas Armadas, para sobrevivir a la inclemencia del neoliberalismo, están obligadas a modificar por cuenta propia sus roles y funciones. Consideran que la mejor forma de administrar la cuestión de la defensa nacional reside en ampliar el rol militar hacia tareas de asistencia social, control del medio ambiente, lucha contra el narcotráfico y seguridad ciudadana como estrategias catalizadoras de la frustración militar. Hasta hoy no han comprendido la naturaleza de la función militar ni advierten el peligro que entraña su asfixia profesional.

Tampoco ha sido posible formar una comunidad académica de la defensa con capacidad de interlocución institucional. Las universidades no han hecho esfuerzo para insertar en su agenda de investigación el tratamiento de los asuntos de la seguridad o el estudio de las Fuerzas Armadas como un objeto de interés vinculado al desarrollo de la institución o desempeño profesional en democracia. Únicamente las Fuerzas mantienen espacios de intercambio académico a través de sus institutos denominados Escuelas de Altos Estudios Nacionales, en las que participan pequeños núcleos de civiles interesados en mantener relaciones de carácter mas bien político que académico. La Escuela Militar de Ingeniería es sin duda la institución académica militar de mayor prestigio en la formación profesional de ciencias exactas, aunque actualmente está expandiendo su oferta educativa a áreas sociales.


V. Gasto militar

Bolivia posee uno de los niveles más bajos de gasto militar en la región, sólo por encima de Paraguay. En promedio, durante los últimos 10 años, el presupuesto de defensa fue inferior a los 130 millones de dólares. El gasto de defensa per cápita en el país no supera los 17 dólares. En relación al gasto general corriente, el presupuesto militar no supera el 5% entretanto la relación entre el PIB/gasto militar es el 2%.

La rigidez presupuestaria en el campo de la defensa es crónica puesto que más del 80% del gasto global se transfiere a la partida de personal. Las condiciones y calidad de vida de las Fuerzas Armadas es ciertamente precaria como lo son los salarios de su personal o el trato que dispensa el Estado al soldado. En promedio, un oficial con 10 años de antigüedad recibe menos de 300 dólares de salario y un soldado tiene una asignación de 40 centavos de dólar/promedio para su sostenimiento alimenticio diario.

Paradójicamente, durante todo el período democrático, el aumento del peso político de las Fuerzas Armadas en la seguridad interna no ha significado un mejoramiento en los niveles del gasto militar. Por otra parte, su amplia intervención en la lucha contra las drogas, con ayuda norteamericana, tampoco devino en un proceso de modernización plausible.

A pesar de que el Congreso Nacional tiene la prerrogativa de fijar el gasto militar así como sus efectivos, esta función jamás ha sido cumplida. La definición periódica del gasto no responde a requerimientos estratégicos sino a determinaciones políticas. En Bolivia, como en otros países de América Latina, la rutina presupuestaria reitera y define la orientación del gasto militar sobre la base del resultado de las cuentas nacionales de años precedentes. El presupuesto de defensa no es objeto de debate parlamentario, discusiones técnicas o evaluaciones que debieran precisar el volumen de recursos necesarios o suficientes en correspondencia con requerimientos de la seguridad externa. Es más una decisión residual que tiene relación con el equilibrio fiscal y los ajustes que se realizan cada año respecto al pago de la deuda externa. En muchas ocasiones el presupuesto militar se convierte en el factor de ajuste de las políticas macroeconómicas impuestas por organismos financieros internacionales. Durante las dos últimas décadas, las Fuerzas Armadas experimentaron un dramático recorte de sus recursos.

Teniendo en cuenta que la prioridad de la política de defensa no es la seguridad externa sino el orden público y el control social, queda claro que la única estructura operativa que funciona adecuadamente es aquella que está vinculada a la lucha contra las drogas y el orden público. Por cierto, casi todos los recursos que exige la interdicción antidroga está apoyada económica y materialmente por la cooperación de los Estados Unidos. Consecuentemente, gran parte de las decisiones operativas, el control y financiamiento de las actividades de inteligencia así como la estructura logística están en manos de agencias extranjeras.


VI. Servicio Militar Obligatorio

De acuerdo a la Constitución Política del Estado, todo boliviano comprendido entre los 18 y 22 años tiene el deber de hacer el servicio militar. No obstante, sólo un tercio de la población masculina en edad militar se presenta a los cuarteles dejando que una mayoría de los jóvenes indígenas accedan a éstos recintos. Durante los últimos años, el Servicio Militar Obligatorio (SMO) ha ocupado el debate público y el interés de los medios de comunicación debido al fuerte impacto que produce la violación de los derechos humanos. Esta institución, que está a punto de cumplir un siglo de existencia, se ha convertido en el centro de la controversia pública. Diversas organizaciones e instituciones de derechos humanos así como comunidades campesinas e indígenas se han manifestado contra esta obligación debido a su carácter discriminatorio y muchas veces cruel. El Defensor del Pueblo (DP) se ha pronunciado a favor de la eliminación de la obligatoriedad, criterio que comparte con la Asamblea Permanente de Derechos Humanos (APDH). Si bien los militares reconocieron en diversas circunstancias las debilidades del SMO, en otras ocasiones plantearon la introducción de reformas que al parecer no han ofrecido los resultados deseados por la sociedad.

Muchos de los testimonios de soldados coinciden en señalar que alrededor de este servicio se produce un conjunto de irregularidades que afectan sus derechos constitucionales. Diversos procedimientos internos, vinculados a la conscripción, instrucción y entrenamiento, así como aquellos que hacen a la administración de recursos humanos, carecen de criterios de gestión modernos y democráticos. El peso de la tradición no ha sido aún superada y por ello mismo los criterios de distribución geográfica de soldados en el territorio nacional afecta a los más vulnerables. El SMO ha sido colocado en el banquillo de los acusados debido a los altos márgenes de riesgo, potencialidad de violencia y expresiones de discriminación racial que conlleva su cumplimiento. Las condiciones de precariedad material en la que viven cotidianamente los soldados, las severas deficiencias económicas, la ausencia crónica de servicios básicos que enfrentan muchas unidades, particularmente las que se encuentran en regiones fronterizas, así como la hostilidad del entorno educativo, disciplinario y de instrucción militar a la que se someten, hacen que se plantee una reforma urgente del SMO dirigida a enmendar décadas de indiferencia estatal. Dicha reforma se espera abordar durante la realización de la Asamblea Constituyente el próximo año.


VII. Justicia militar

De acuerdo a la Constitución Política del Estado y la Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas la institución militar se rige por su reglamentos, códigos y normas internas. Para tal efecto se creó un régimen especial de administración de justicia formalizado en el Código de Procedimiento Penal Militar y en Código Penal Militar aprobados en la década de los 70 y aún vigentes en el país. Ambos instrumentos no han sufrido reformas, ni por adaptaciones a la nueva economía jurídica internacional en materia militar. Contradictoriamente, la justicia militar admite la pena de muerte cuando la Constitución Política del Estado la ha proscrito hace muchos años.

La administración de la justicia militar produce cuestionamientos razonables acerca de su imparcialidad, oportunidad, equidad y transparencia. Producto de ello, está en duda la existencia de condiciones razonables que garanticen plenamente su administración. La frecuencia de las denuncias y prácticas constantes de violación de los derechos humanos por parte de las fuerzas armadas en diversas circunstancias, que casi nunca se esclarece, ha puesto en tela de juicio la relación entre democracia, fuerzas armadas y Estado de Derecho. Durante los últimos años, y a raíz del uso desproporcionado de la fuerza pública en situaciones de disturbios internos, la Fiscalía General de la Nación ha tratado de quebrar el dominio de la justicia militar sobre la civil. A título de ejemplo, en este año tanto la Corte Suprema de Justicia como el Presidente de la República en su papel de Capitán General de las fuerzas armadas dispusieron el levantamiento del secreto militar con el ánimo de esclarecer las dramáticas masacres militares-policiales, ocurridas en febrero del 2003 y octubre del mismo año contra población civil indefensa.


(1) Cfr. Quintana, Juan Ramón y Barrios, Raúl, “Las relaciones civiles-militares en Bolivia: una agenda pendiente”, en Diamint, Rut (Editora), Control civil y Fuerzas Armadas en las nuevas democracias latinoamericanas, Universidad Torcuato Di Tella, Nuevohacer, GEL, 1999, págs. 223-264.