Palabras del Dr. George R. Vickers, Director Regional para América Latina del Open Society Institute, en la Segunda Semana Iberoamericana sobre paz, seguridad y defensa
29 de septiembre de 2003
En primer lugar, me gustaría expresar mi agradecimiento al Instituto Universitario "General Gutiérrez Mellado", y en particular al director del Instituto, el Dr. Gustavo Suárez Pertierra, por invitarme a participar en esta Segunda Semana Iberoamericana sobre paz, seguridad y defensa. El grupo altamente distinguido de participantes procedentes de gobiernos, instituciones internacionales, el mundo académico y la comunidad no gubernamental, que se ha reunido esta semana, demuestra la importancia de este foro como escenario para examinar los problemas de seguridad que enfrenta América Latina e intercambiar ideas sobre cómo abordarlos.
El número de paneles y la diversidad de los temas tratados en la conferencia demuestran el amplio terreno que abarca el programa de seguridad para la región. Voy a limitarme a algunas observaciones sobre cómo veo el reto inacabado de transformar y modernizar las instituciones de seguridad, distorsionadas por las características de la Guerra Fría, para convertirlas en mecanismos eficaces de protección de la seguridad de los ciudadanos en sociedades democráticas. Debo añadir que mis comentarios son un reflejo de mis opiniones personales y no deben interpretarse como la política oficial del Open Society Institute.
Hace 20 años, la mayoría de los países de América Latina estaban gobernados por regímenes autoritarios. Sin embargo, desde mediados de los ochenta hasta finales de los noventa, la mayoría de estos países experimentaron dos profundas y simultáneas transiciones sociales: una transición de un gobierno autoritario a uno elegido democráticamente, y una transición de una economía proteccionista a mercados no regulados. Algunos de estos países también experimentaron una tercera transición, del conflicto armado a la paz.
Hace diez años existían grandes expectativas y un considerable optimismo en que estas transiciones llevarían a un futuro próspero y democrático a todos los países del continente. Hoy en día, gran parte de ese optimismo ha desaparecido. Aunque todos menos uno de los países de América Latina y el Caribe están gobernados por civiles elegidos democráticamente, la democracia se encuentra claramente a la defensiva. Los gobiernos democráticos no han logrado generar un crecimiento económico sostenido ni mejorar el bienestar de sus ciudadanos, mientras que (a excepción de Chile) la pobreza y la desigualdad han crecido durante la última década.
Los gobiernos democráticos tampoco han logrado garantizar el orden. Tanto la delincuencia común como el crimen organizado están fuera de control. El final de los conflictos internos, el desmantelamiento de los aparatos de seguridad represivos y la falta de empleos han producido condiciones en las que existen decenas de miles de armas y de personas que saben utilizarlas con muy pocos medios legítimos para ganarse la vida. Las olas de delincuencia están provocando un retroceso público que ha debilitado la defensa de las libertades civiles y el respeto por los derechos humanos.
El problema no reside simplemente en un fallo institucional. Durante la mayor parte del siglo XX, los países latinoamericanos vivieron breves experiencias democráticas interrumpidas por largos períodos de gobierno militar o regímenes autocráticos. Como consecuencia, los valores democráticos son débiles y la confianza en las instituciones democráticas es prácticamente inexistente en muchos lugares. Con escasas excepciones, los partidos políticos tradicionales son considerados no representativos además de corruptos e ineficaces.
En este contexto, está prosperando el autoritarismo populista. Tanto en la derecha (Fujimori) como en la izquierda (Chávez), aparecen líderes prometiendo orden y progreso a cambio de poder. Tras alcanzar el poder mediante elecciones libres, se dedican a desmantelar sistemáticamente todas las estructuras sectoriales o de grupos de interés que median entre el líder y sus seguidores. Cuando no cumplen sus promesas, también pierden el puesto, pero el resultado suele ser un vacío político, más que una consolidación de la democracia.
Estas realidades ejercen una enorme presión sobre los gobiernos democráticamente electos. Aunque existan una considerable voluntad política y condiciones internacionales favorables, la reducción de la pobreza y la desigualdad y la superación de los legados de exclusión social llevarán muchos años. Sin embargo, si estos gobiernos no pueden producir mejoras visibles a corto plazo, no durarán lo suficiente para generar reformas sostenibles.
El deterioro del respaldo público a las reformas democráticas y los regímenes reformistas se ha visto agravado por el legado cultural del autoritarismo en América Latina. Las sociedades cerradas tienden a generar una visión maniquea del mundo que las polariza en dos grupos: "amigos" y "enemigos". Lo que a veces se pasa por alto es que esto no es sólo cierto en el caso de los gobernantes, sino que también produce un reflejo contrario en los gobernados. Una de las principales herencias de los largos períodos de gobierno autoritario en América Latina es una profunda polarización entre el "gobierno" y la "sociedad civil". Los regímenes autoritarios y los gobiernos militares consideraron una amenaza a la sociedad civil organizada e intentaron captar o reprimir a sus líderes y organizaciones. Esto condujo, entre otras cosas, a la eliminación de toda una serie de hábiles y experimentados líderes de la sociedad civil. También produjo un tipo de reflejo contrario en la sociedad civil que considera al gobierno como un enemigo. Quedan muy pocas reservas de buena voluntad con las que construir esfuerzos de cooperación.
Lecciones extraídas de las iniciativas para desmilitarizar las Fuerzas de Seguridad del Estado en América Central
Como muestra tanto de las tareas como de los retos a los que se enfrentan las iniciativas de reforma de la seguridad en las Américas, vale la pena observar lo ocurrido con los esfuerzos para reformar la seguridad pública en América Central durante la pasada década.
En los años setenta, las fuerzas policiales de El Salvador, Nicaragua, Guatemala y Honduras formaban parte de las fuerzas armadas, o estaban subordinadas a ellas, y eran una parte integral del aparato represivo del Estado. En América Central, una de las lecciones claras que se pueden extraer de los últimos 20 años, de hecho del último siglo, es que para que un gobierno civil y democrático pueda sobrevivir a largo plazo, la responsabilidad de la seguridad interna debe transferirse de los militares a los civiles. En El Salvador y Guatemala, esto quedó oficialmente reconocido en los acuerdos de paz para poner fin a las guerras civiles, mientras que en Honduras el cambio ha sido impulsado por la sociedad civil.
Sin embargo, una simple enmienda constitucional o un cambio legislativo no garantizan el éxito de la transformación de unas estructuras militarizadas de seguridad pública en instituciones civiles eficaces y capaces de combatir la delincuencia respetando los derechos de los ciudadanos. A mi parecer, la experiencia centroamericana nos ha enseñado varias cosas (las cuales he analizado con mucho mayor detalle en otras ocasiones).1
La primera lección es que la voluntad política de los gobiernos civiles para crear fuerzas policiales civiles que sean eficaces y profesionales es limitada y con frecuencia ambivalente. Frente a los drásticos aumentos de la delincuencia, tanto organizada como común, el legado de actitudes autoritarias y la falta de experiencia sobre la labor policial en una democracia hacen que los gobiernos se vean tentados a recuperar prácticas represivas o pedir a las fuerzas armadas que vuelvan a participar en la seguridad pública.
En muchos países, la presión y el apoyo para el establecimiento de fuerzas civiles de policía han sido ejercidos más por la comunidad internacional que por los gobiernos nacionales o la sociedad civil. Aunque normalmente los ciudadanos han recibido bien el concepto de fuerzas de seguridad del Estado civiles, su entusiasmo y su respaldo se han debilitado rápidamente cuando dichas fuerzas no han podido reducir de manera rápida la delincuencia y la inseguridad. Este círculo vicioso subraya otra de las lecciones importantes que hemos extraído: la formación de fuerzas civiles de policía profesionales y eficaces es un proceso a largo plazo que no puede lograrse en los dos o tres años que suelen disponerse en los acuerdos de paz o que corresponden al período durante el que los donantes internacionales están dispuestos a comprometer su asistencia. La superación del legado de la cultura autoritaria y el desarrollo del conocimiento y la experiencia necesarios para llevar a cabo investigaciones criminales y prácticas policiales eficaces lleva muchos años, y exige paciencia y persistencia por parte tanto del nuevo aparato de seguridad como de los miembros de la sociedad que reconocen que el éxito de esta empresa es la clave para garantizar la sostenibilidad del sistema civil democrático.
Por esta razón es fundamental el respaldo activo de las organizaciones de la sociedad civil a las reformas de la seguridad. La presión de la sociedad civil sobre los gobiernos para que continúen las iniciativas de reforma frente a las peticiones del regreso a modelos más represivos es la única manera de fortalecer la voluntad política de los gobiernos conforme va disminuyendo la influencia de la comunidad internacional. Las organizaciones de la sociedad civil que defienden la labor policial democrática tienen que desarrollar también la experiencia técnica y el espíritu de participación constructiva para contribuir a que las nuevas fuerzas policiales sean más eficaces en el cumplimiento de sus responsabilidades y se ganen el apoyo de los ciudadanos. Al igual que la policía tiene que considerar a los ciudadanos como sus clientes y aliados en la lucha contra la delincuencia, éstos tienen que asumir que la policía que respeta y defiende los derechos de los ciudadanos, sólo puede cumplir eficazmente su tarea con la cooperación de las comunidades locales.
El papel de Estados Unidos
Como demuestra este ejemplo, los obstáculos institucionales y culturales a la transformación de unas fuerzas corporativistas y represivas de seguridad en cuerpos bajo el control democrático, capaces de proteger tanto el orden como los derechos de los ciudadanos, están resultando mucho más difíciles de superar de lo que muchos de los miembros de la comunidad internacional imaginaron hace una década. Sin embargo, creo que sería ilusorio pensar que las dificultades se pueden superar concentrándose simplemente en los desafíos institucionales y culturales dentro de cada país. Al igual que ocurre con muchos de los problemas que afectan a los países del continente, el papel y las políticas de Estados Unidos también han de tenerse en cuenta.
Con el final de la Guerra Fría, otros intereses, además de la seguridad, se disputaron la atención de los diseñadores de políticas estadounidenses. La negociación de un Acuerdo de Libre Comercio de las Américas se convirtió en el objetivo central de la política exterior del gobierno de Clinton para América Latina, mientras que Estados Unidos también ejerció presión sobre las fuerzas armadas de la región para que se subordinaran a la autoridad de los gobiernos civiles electos, y suministró apoyo político y financiero para fortalecer las instituciones democráticas a nivel tanto nacional como regional. No obstante, las preocupaciones sobre la seguridad mantuvieron un papel importante en las políticas del gobierno de Clinton con respecto a la región, ya que algunos poderosos congresistas republicanos y el "Zar de las Drogas" del propio Poder Ejecutivo respaldaron una "guerra contra la drogas" destinada a erradicar la producción de coca en los Andes y desarticular las sofisticadas organizaciones de narcotráfico que operaban en toda la región.
Los principales efectos del 11 de Septiembre sobre la política estadounidense con respecto a América Latina ha sido una mayor reducción de su importancia en la política exterior global de Estados Unidos, a la vez que las preocupaciones en materia de seguridad han recuperado su papel preponderante en la política estadounidense con respecto a la región. El antiterrorismo ha sustituido al anticomunismo como el principio rector de la política global de Estados Unidos. En el caso de América Latina, la amenaza terrorista se ha definido de manera amplia y engloba el narcotráfico, el crimen organizado, la insurgencia política, la migración ilegal, el lavado de dinero y la inestabilidad política en general.
Irónicamente, son hoy en día los gobiernos civiles de países como Chile, Argentina, Brasil, Perú los que se resisten a las presiones de Estados Unidos para que exijan que sus fuerzas nacionales de seguridad (fuerzas armadas, servicios de inteligencia y policía) desempeñen un papel mucho mayor en la lucha contra las "amenazas terroristas". Al insistir en que se aborden problemas tales como la delincuencia y la inmigración bajo el prisma del antiterrorismo y adoptar una actitud de "con nosotros o contra nosotros", la política estadounidense amenaza ahora con ralentizar y revertir los avances logrados durante los últimos 15 años en la creación de instituciones civiles más eficaces y el fomento de la cooperación y la integración subregionales.
Algunas prioridades
Teniendo en cuenta estos complejos desafíos para la consolidación de la reforma democrática de las instituciones de seguridad en América Latina, ¿qué papel pueden desempeñar de manera más amplia los donantes y la comunidad internacional para facilitar y contribuir a dicha consolidación? La respuesta dependerá obviamente de la misión y el mandato específico de los diferentes donantes, por lo que me limitaré a destacar algunas de las medidas que considero prioritarias:
1. Promover el control y la participación civil en los esfuerzos para garantizar que los órganos de seguridad del Estado (fuerzas armadas, policía y servicios de inteligencia) defienden el marco democrático y operan dentro del mismo. Esto incluye específicamente la asistencia técnica para mejorar la experiencia civil sobre asuntos de seguridad, el respaldo de una mayor supervisión legislativa de los presupuestos y los órganos de seguridad, la supervisión por parte de la sociedad civil y su participación en las iniciativas de reforma policial, y el apoyo a los esfuerzos para acabar con la impunidad.
2. Crear contrapesos a la presión de Estados Unidos mediante el apoyo a la participación de las Naciones Unidas y de organizaciones regionales tales como la Organización de Estados Americanos en el diseño de las políticas de seguridad en el continente.
3. Fomentar y respaldar las iniciativas subregionales emprendidas por gobierno civiles democráticamente electos para el desarrollo de estrategias de cooperación destinadas a prevenir las amenazas terroristas a la vez que se fortalecen las instituciones civiles democráticas.
4. Finalmente, continuar desarollar las medidas para el fomento de la confianza con el fin de reducir las tensiones entre los países del continente.
Con esto voy a terminar mis reflexiones sobre este tema. Muchas gracias por su atención y paciencia.
1. George R. Vickers, "Renegotiating Internal Security: The Lessons of Central America", en Cynthia J. Arnson (ed.), Comparative Peace Processes in Latin America (Stanford: Woodrow Wilson Center Press, 1999).